Pero creo que para internalizar mejor el nuevo vocabulario no basta con relacionar una columna de vocablos con sus respectivos significados, creo que eso tiene un resultado muy efímero. Entonces, para fijar mejor los vocablos del ejercicio anterior, propongo un ejercicio de producción: una escritura creativa. Tenemos la lista de adjetivos. Ahora solo falta poner la imaginación en marcha e imaginar personajes, objetos y situaciones que se merezcan esos adjetivos. No hace falta utilizar todos los adjetivos de la lista, lo más importante es apropiarse de ellos, es decir, lograr internalizar sus significados, para que la próxima vez que nos los encontremos por delante, no tengamos que recorrer al diccionario.
Recordemos la lista de adjetivos: rubicundo, misántropo, lóbrego, deletéreo, lampiño, paulatino, inepto, apenado, proxeneta, atiborrado, chovinista, indemne, mefistofélico, efímero, indulgente, misógino, mojigato, altruista, vehemente, inefable. Elige los que prefieras y ¡manos a la obra!
Y cómo la palabra convence pero el ejemplo arrastra, os dejo aquí mi ejercicio de escritura creativa. Espero que os guste:
Nicolás era un
escritor que reunía las principales características de un ermitaño: era misántropo e introspectivo. No se sabe
si de ahí se originó su inclinación a la literatura o viceversa. Lo cierto es
que además de ermitaño también era misógino.
Su aversión a las mujeres emergió en la universidad, debido a su calidad de lampiño; es decir, Nicolás no contaba
con ni un solo miserable pelo de barba, tenía la cara tan lisa como el culete
de un bebé. De ahí que las compañeras lo apodaran ‘bebé’. Lo que para ellas no
pasaba de una broma indemne, para él
se convirtió en una burla abominable. Llegó al punto de comprarse una barba
postiza, pero con tan mala pata que, en su primera excursión nocturna como
barbudo, al sentarse en la barra de un bar, no se dio cuenta de que la barba se
le despegaba mientras tomaba su cerveza y que las chicas de la otra mesa se
partían de la risa.
Apenado por su lastimosa situación, Scott, que tenía un alma altruista y que se encontraba a algunos metros de la barra, se acercó a Nicolás y se sentó a su lado. Scott era un tipo rubicundo, casi pelirrojo, con abundante
barba rojiza, generosas cejas y brazos atiborrados
de pelos que recordaban un cultivo de trigo. Migrante escocés, bonachón y
extrovertido, pronto se ganó su confianza y encontró una manera amigable de
advertirle del accidente con la barba. Nicolás se puso rojo como un tomate
maduro, pero el inefable sentimiento
de vergüenza dio lugar a un ataque de risa y de ese episodio inusitado nació
una gran amistad.
¿A que no tiene pinta de bonachón? |
Lastimosamente Scott
se sentía como un pez fuera del agua, o como un escocés fuera de Escocia, y ese
sentimiento deletéreo se apoderó de
él de tal manera que… ֵ
¡Y colorín colorado este
cuento se ha acabado!
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