El Canónigo
o la Metafísica
del Estilo
Traducción: Diana Margarita
—"Ven del Líbano, esposa mía, ven del Líbano, ven... Las mandrágoras,
dieron su olor. Tenemos a nuestras puertas toda casta de palomas..."
—"Yo os conjuro, hijas de Jerusalén, que si encontráis a mi amado, les
hagáis saber que estoy enferma de amor..."
Era así, con esa melodía del viejo drama de Judá, que se buscaban uno al otro
en la cabeza del Canónigo Matías un sustantivo y un adjetivo... No me interrumpas,
lector precipitado; sé que no crees en nada de lo que voy a decir. Lo diré, sin
embargo, a despecho de tu poca fe, porque el día de la conversión pública ha de
llegar.
Ese día —creo yo que alrededor de 2222—, el paradojo se despojará de sus alas
para vestir el abrigo de una verdad común. Entonces esta página merecerá, más
que favor, apoteosis. Han de traducirla a todas las lenguas. Las academias e institutos
harán de ella un pequeño libro, para uso de los siglos, papel de bronce, corte dorado,
letras de ópalo embutidas, y capa de plata deslustrada. Los gobiernos decretarán
que se enseñe en los institutos y liceos. Las filosofías quemarán todas
las doctrinas anteriores, aun las más definitivas, y abrazarán esta psicología
nueva, única verdadera, y todo estará acabado.
Hasta ese día pasaré por tonto, como se verá.
Matías, canónigo honorario y predicador efectivo, componía un
sermón cuando comenzó el idilio psíquico. Tiene cuarenta años de edad, y vive entre libros y libros para los lados de la Gamboa. Vinieron a encargarle el
sermón para cierta fiesta próxima; él que se regodeaba entonces con una gran
obra espiritual, llegada en el último paquete, rechazó el encargo; pero le insistieron
tanto, que lo aceptó.
—Reverendo, usted lo hace jugando —dijo el principal de los festeros.
Matías sonrió manso y discreto, como deben sonreír los eclesiásticos y los
diplomáticos. Los festeros se despidieron con grandes gestos de veneración, y
se fueron a anunciar la fiesta en los periódicos, con la declaración de que predicaba
al Evangelio el Canónigo Matías, "uno de los ornamentos del clero brasileño".
Este "ornamento del clero" le quitó al canónigo las ganas de almorzar,
cuando él lo leyó ahora por la mañana; y solo porque ya estaba ajustado, se metió
a escribir el sermón.
Comenzó de mala gana, pero al fin de algunos minutos ya trabajaba con amor.
La inspiración, con los ojos en el cielo, y la meditación, con los ojos en el suelo,
se quedan a uno y al otro lado del respaldo de la silla, diciendo al oído del canónigo
mil cosas místicas y graves. Matías escribe, ora despacio, ora deprisa. Las
tiras le salen de las manos, animadas y pulidas. Algunas traen pocos ajustes o
ningunos. De repente, cuando iba a escribir un adjetivo, se suspende; escribe otro
y lo tacha; otro más, que no tiene mejor fortuna. He aquí el centro del idilio.
Subamos a la cabeza del canónigo.
¡Upa! Aquí estamos. ¿Le ha costado, no, amigo lector? Es para que no crea en
las personas que van al Corcovado, y dicen que allí la impresión de la altura es
tal, que el hombre no es nada. Opinión asustadora y falsa, falsa como Judas y otros
diamantes. No crea en eso, lector amado. Ni Corcovados, ni Himalayas valen mucha
cosa al pie de su cabeza, que los mide. Aquí estamos. Mire bien que es la
cabeza del canónigo. Podemos elegir entre uno y otro de los hemisferios
cerebrales; pero vamos por este, que es donde nacen los sustantivos. Los adjetivos
nacen en el de la izquierda. Descubrimiento mío, que aun así no es el principal,
sino la base de él, como se va a ver. Sí, señor mío, los adjetivos nacen de un lado,
y los sustantivos del otro, y toda la suerte de vocablos está así dividida por motivo
de la diferencia sexual...
—¿Sexual?
Sí, señora mía, sexual. Las palabras tienen sexo. Estoy acabando mi gran
memoria psico-léxico-lógica, en que expongo y demuestro este descubrimiento. Palabras tienen sexo.
—Pero, entonces, ¿se aman unas a las otras?
Se aman unas a las otras. Y se casan. La boda de ellas es lo que llamamos
estilo. Señora mía, confiese que no entendió nada.
—Confieso que no.
Pues entre aquí también en la cabeza del canónigo. Están justamente
suspirando de este lado. ¿Sabe quién es el que suspira? Es el sustantivo de
hace un rato, el tal que el canónigo escribió en el papel, cuando suspendió la
pluma. Llama por cierto adjetivo, que no le aparece: "Ven del Líbano, ven..."
Y habla así, pues está en cabeza de padre; si fuera de cualquier persona del siglo,
el lenguaje sería el de Romeo: "Julieta es el sol... levántate, lindo sol."
Pero en cerebro eclesiástico, el lenguaje es el de las Escrituras. Al cabo,
¿qué importan las fórmulas? Los enamorados de Verona o de Judá hablan todos el mismo
idioma, como ocurre con el thaler o el dólar, el florín o la libra que es todo el
mismo dinero.
Por tanto, vamos allí por esas circunvoluciones del cerebro eclesiástico,
atrás del sustantivo que busca al adjetivo. Silvio llama a Silvia. Escuchad; a
lo lejos parece que suspira también alguna persona; es Silvia que llama a Silvio.
Se oyen ahora y se buscan. ¡Camino difícil e intrincado este de un cerebro tan
lleno de cosas viejas y nuevas! Hay aquí un murmullo de ideas, que apenas deja
oír los llamados de ambos; no perdamos de vista al ardiente Silvio, que allí se
va, que baja y sube, se resbala y salta; aquí, para no caerse, se sujeta a unas
raíces latinas, allí se arrima a un salmo, allá se sube a un pentámetro, y se
marcha siempre andando, llevado por una fuerza íntima, a la que no puede
resistir.
De vez en cuando, le aparece alguna dama —adjetivo también— y le ofrece sus
gracias antiguas o nuevas; pero, por Dios, no es la misma, no es la única, la
destinada al eterno para este consorcio. Y Silvio sigue andando, en busca de la
única. Pasad, ojos de todo color, forma de toda casta, cabellos cortados a la cabeza
del Sol o de la Noche; morid sin eco, dulces cantilenas suspiradas en el eterno
violín; Silvio no pide un amor cualquiera, adventicio o anónimo; pide un cierto
amor nombrado y predestinado.
Ahora no se asuste, lector, no es nada; es el canónigo que se levanta, se
dirige hacia la ventana, y se apoya para distraerse del esfuerzo. Allí mira,
allí se olvida del sermón y de lo demás. El loro encima de la posadera, al pie
de la ventana, le repite las palabras de costumbre y, en el terrero, el pavo se
infla todo al sol de la mañana; el mismo sol, reconociendo al canónigo, le
envía uno de sus fieles rayos, a saludarlo. Y el rayo viene, y se para delante
de la ventana: "Canónigo ilustre, aquí vengo a traerle los recados del
sol, mi señor y padre." Toda la naturaleza parece así aplaudir el regreso
de aquella galera del espíritu. Él mismo se alegra, vuelca los ojos por ese aire
puro, los deja ir a hartarse de verdor y frescor, al sonido de un pajarito y de
un piano; después habla al loro, llama al jardinero, se suena, se frota las
manos, se apoya. No se acuerda más de Silvio ni de Silvia.
Pero Silvio y Silvia son los que se acuerdan de sí. Mientras el canónigo piensa
en cosas extrañas, ellos prosiguen buscándose uno al otro, sin que él sepa ni sospeche
de nada. Ahora, sin embargo, el camino é oscuro. Pasamos de la conciencia para la
inconsciencia donde se hace la elaboración confusa de las ideas, donde las reminiscencias
duermen o dormitan. Aquí pulula la vida sin formas, los gérmenes y los
detritos, los rudimentos y los sedimentos; es el desván inmenso del espíritu. Aquí
se cayeron ellos, buscándose uno al otro, llamándose y suspirando. Deme,
lectora, la mano, sujétese a mí, lector, y resbalémonos también.
Vasto mundo incógnito. Silvio y Silvia penetran por entre embriones y
ruinas. Grupos de ideas, deduciéndose a la manera de silogismos, se pierden en
el tumulto de reminiscencias de la infancia y del seminario. Otras ideas, embarazadas
de ideas, se arrastran pesadamente, amparadas por otras ideas vírgenes. Cosas y
hombres se amalgaman; Platón trae las lentes de un escribiente de la cámara
eclesiástica; mandarines de todas las clases distribuyen monedas etruscas y
chilenas, libros ingleses y rosas pálidas; tan pálidas, que no parecen las mismas
que la madre del canónigo plantó cuando él era niño.
Memorias pías y familiares se cruzan y se confunden. Aquí están las voces remotas
de la primera misa; aquí están las canciones del campo que él oía cantar a las
negras, en casa; estropajos de sensaciones desvaídas, aquí un miedo, allí un gusto,
allá un hastío de cosas que vinieron cada una a su turno, y que ahora yacen en
la gran unidad impalpable y oscura.
—Ven del Líbano, esposa mía...
—Yo os conjuro, hijas de Jerusalén...
Se oyen cada vez más cerca. He aquí llegan ellos a las profundas capas de teología,
de filosofía, de liturgia, de geografía e de historia, lecciones antiguas, nociones
modernas, todo mezclado, dogma y sintaxis. Por aquí pasó la mano panteísta de Espinoza,
a escondidas; allí se quedó la uñada del Doctor Angélico; pero nada de eso es Silvio
ni Silvia. Y ellos van rasgando, llevados por una fuerza íntima, afinidad secreta,
a través de todos los obstáculos y por encima de todos los abismos. También han
de venir los disgustos. Pesares sombríos, que no se quedarán en el corazón del canónigo,
aquí están, à la manera de manchas morales, y al pie de ellos el reflejo amarillo
o morado, o lo que quiera que sea del dolor ajeno y universal. Todo eso ellos
van cortando, con la rapidez del amor y del deseo.
¿Se tambalea, lector? No es el mundo el que se desmorona; es el canónigo
que se sentó ahora mismo. Se entretuvo a su gusto, volvió a la mesa de trabajo,
y relee lo que escribió, para continuar; toma la pluma, la moja, la baja hacia
el papel, a ver que adjetivo ha de anexar al substantivo.
Justamente ahora los dos codiciosos están más cerca uno del otro. Las voces
crecen, el entusiasmo crece, todo el Cantar pasa por los labios de ellos, tocados
de fiebre. Frases alegres, anécdotas de sacristía, caricaturas, facecias,
disparates, aspectos aturdidos, nada los detiene, menos aún los hace sonreír. Id,
id, el espacio se estrecha. Quedaos ahí, perfiles medio borrados de tontos que hicieron
reír al canónigo, y que él olvidó completamente; quedaos, arrugas extintas, viejas
charadas, reglas de voltereta, y también
vosotros, células de ideas nuevas, esbozos de concepciones, polvo que tiene que
ser pirámide, quedaos, chocaos, esperaos, desesperaos, que ellos no tienen nada
con vosotros. Se aman y se buscan.
Se buscan y se encuentran. En fin, Silvio encontró a Silvia. Se vieron, se
cayeron uno en los brazos del otro, jadeantes de cansancio, pero redimidos con
el pago. Se unen, se entrelazan los brazos, y regresan palpitando de la inconsciencia
para la conciencia. "¿Quién es esta que sube del desierto, apoyada a su
amado?", pregunta Silvio, como en el Cantar; y ella, con la misma labia
erudita, le responde que "es el sello de su corazón", y que "el
amor es tan valiente como la propia muerte".
En ese momento, el canónigo se estremece. El rostro se le ilumina. La pluma
llena de conmoción y respeto completa el sustantivo con el adjetivo. Silvia
caminará ahora al pie de Silvio, en el sermón que el canónigo va a predicar un
día de estos, e irán juntitos a la prensa, se él colige sus escritos, lo que no
se sabe.
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