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quinta-feira, 21 de novembro de 2013

Traducción del cuento "O cônego ou metafísica do estilo" de Machado de Assis




El Canónigo o la Metafísica  del Estilo
Traducción: Diana Margarita

—"Ven del Líbano, esposa mía, ven del Líbano, ven... Las mandrágoras, dieron su olor. Tenemos a nuestras puertas toda casta de palomas..."
—"Yo os conjuro, hijas de Jerusalén, que si encontráis a mi amado, les hagáis saber que estoy enferma de amor..."

Era así, con esa melodía del viejo drama de Judá, que se buscaban uno al otro en la cabeza del Canónigo Matías un sustantivo y un adjetivo... No me interrumpas, lector precipitado; sé que no crees en nada de lo que voy a decir. Lo diré, sin embargo, a despecho de tu poca fe, porque el día de la conversión pública ha de llegar.
Ese día —creo yo que alrededor de 2222—, el paradojo se despojará de sus alas para vestir el abrigo de una verdad común. Entonces esta página merecerá, más que favor, apoteosis. Han de traducirla a todas las lenguas. Las academias e institutos harán de ella un pequeño libro, para uso de los siglos, papel de bronce, corte dorado, letras de ópalo embutidas, y capa de plata deslustrada. Los gobiernos decretarán que se enseñe en los institutos y liceos. Las filosofías quemarán todas las doctrinas anteriores, aun las más definitivas, y abrazarán esta psicología nueva, única verdadera, y todo estará acabado.
Hasta ese día pasaré por tonto, como se verá.
Matías, canónigo honorario y predicador efectivo, componía un sermón cuando comenzó el idilio psíquico. Tiene cuarenta años de edad, y vive entre libros y libros para los lados de la Gamboa. Vinieron a encargarle el sermón para cierta fiesta próxima; él que se regodeaba entonces con una gran obra espiritual, llegada en el último paquete, rechazó el encargo; pero le insistieron tanto, que lo aceptó.

—Reverendo, usted lo hace jugando —dijo el principal de los festeros.

Matías sonrió manso y discreto, como deben sonreír los eclesiásticos y los diplomáticos. Los festeros se despidieron con grandes gestos de veneración, y se fueron a anunciar la fiesta en los periódicos, con la declaración de que predicaba al Evangelio el Canónigo Matías, "uno de los ornamentos del clero brasileño". Este "ornamento del clero" le quitó al canónigo las ganas de almorzar, cuando él lo leyó ahora por la mañana; y solo porque ya estaba ajustado, se metió a escribir el sermón.
Comenzó de mala gana, pero al fin de algunos minutos ya trabajaba con amor. La inspiración, con los ojos en el cielo, y la meditación, con los ojos en el suelo, se quedan a uno y al otro lado del respaldo de la silla, diciendo al oído del canónigo mil cosas místicas y graves. Matías escribe, ora despacio, ora deprisa. Las tiras le salen de las manos, animadas y pulidas. Algunas traen pocos ajustes o ningunos. De repente, cuando iba a escribir un adjetivo, se suspende; escribe otro y lo tacha; otro más, que no tiene mejor fortuna. He aquí el centro del idilio. Subamos a la cabeza del canónigo.
¡Upa! Aquí estamos. ¿Le ha costado, no, amigo lector? Es para que no crea en las personas que van al Corcovado, y dicen que allí la impresión de la altura es tal, que el hombre no es nada. Opinión asustadora y falsa, falsa como Judas y otros diamantes. No crea en eso, lector amado. Ni Corcovados, ni Himalayas valen mucha cosa al pie de su cabeza, que los mide. Aquí estamos. Mire bien que es la cabeza del canónigo. Podemos elegir entre uno y otro de los hemisferios cerebrales; pero vamos por este, que es donde nacen los sustantivos. Los adjetivos nacen en el de la izquierda. Descubrimiento mío, que aun así no es el principal, sino la base de él, como se va a ver. Sí, señor mío, los adjetivos nacen de un lado, y los sustantivos del otro, y toda la suerte de vocablos está así dividida por motivo de la diferencia sexual...

—¿Sexual?

Sí, señora mía, sexual. Las palabras tienen sexo. Estoy acabando mi gran memoria psico-léxico-lógica, en que expongo y demuestro este descubrimiento. Palabras tienen sexo.

—Pero, entonces, ¿se aman unas a las otras?

Se aman unas a las otras. Y se casan. La boda de ellas es lo que llamamos estilo. Señora mía, confiese que no entendió nada.

—Confieso que no.

Pues entre aquí también en la cabeza del canónigo. Están justamente suspirando de este lado. ¿Sabe quién es el que suspira? Es el sustantivo de hace un rato, el tal que el canónigo escribió en el papel, cuando suspendió la pluma. Llama por cierto adjetivo, que no le aparece: "Ven del Líbano, ven..." Y habla así, pues está en cabeza de padre; si fuera de cualquier persona del siglo, el lenguaje sería el de Romeo: "Julieta es el sol... levántate, lindo sol."
Pero en cerebro eclesiástico, el lenguaje es el de las Escrituras. Al cabo, ¿qué importan las fórmulas? Los enamorados de Verona o de Judá hablan todos el mismo idioma, como ocurre con el thaler o el dólar, el florín o la libra que es todo el mismo dinero.
Por tanto, vamos allí por esas circunvoluciones del cerebro eclesiástico, atrás del sustantivo que busca al adjetivo. Silvio llama a Silvia. Escuchad; a lo lejos parece que suspira también alguna persona; es Silvia que llama a Silvio.
Se oyen ahora y se buscan. ¡Camino difícil e intrincado este de un cerebro tan lleno de cosas viejas y nuevas! Hay aquí un murmullo de ideas, que apenas deja oír los llamados de ambos; no perdamos de vista al ardiente Silvio, que allí se va, que baja y sube, se resbala y salta; aquí, para no caerse, se sujeta a unas raíces latinas, allí se arrima a un salmo, allá se sube a un pentámetro, y se marcha siempre andando, llevado por una fuerza íntima, a la que no puede resistir.
De vez en cuando, le aparece alguna dama —adjetivo también— y le ofrece sus gracias antiguas o nuevas; pero, por Dios, no es la misma, no es la única, la destinada al eterno para este consorcio. Y Silvio sigue andando, en busca de la única. Pasad, ojos de todo color, forma de toda casta, cabellos cortados a la cabeza del Sol o de la Noche; morid sin eco, dulces cantilenas suspiradas en el eterno violín; Silvio no pide un amor cualquiera, adventicio o anónimo; pide un cierto amor nombrado y predestinado.
Ahora no se asuste, lector, no es nada; es el canónigo que se levanta, se dirige hacia la ventana, y se apoya para distraerse del esfuerzo. Allí mira, allí se olvida del sermón y de lo demás. El loro encima de la posadera, al pie de la ventana, le repite las palabras de costumbre y, en el terrero, el pavo se infla todo al sol de la mañana; el mismo sol, reconociendo al canónigo, le envía uno de sus fieles rayos, a saludarlo. Y el rayo viene, y se para delante de la ventana: "Canónigo ilustre, aquí vengo a traerle los recados del sol, mi señor y padre." Toda la naturaleza parece así aplaudir el regreso de aquella galera del espíritu. Él mismo se alegra, vuelca los ojos por ese aire puro, los deja ir a hartarse de verdor y frescor, al sonido de un pajarito y de un piano; después habla al loro, llama al jardinero, se suena, se frota las manos, se apoya. No se acuerda más de Silvio ni de Silvia.
Pero Silvio y Silvia son los que se acuerdan de sí. Mientras el canónigo piensa en cosas extrañas, ellos prosiguen buscándose uno al otro, sin que él sepa ni sospeche de nada. Ahora, sin embargo, el camino é oscuro. Pasamos de la conciencia para la inconsciencia donde se hace la elaboración confusa de las ideas, donde las reminiscencias duermen o dormitan. Aquí pulula la vida sin formas, los gérmenes y los detritos, los rudimentos y los sedimentos; es el desván inmenso del espíritu. Aquí se cayeron ellos, buscándose uno al otro, llamándose y suspirando. Deme, lectora, la mano, sujétese a mí, lector, y resbalémonos también.
Vasto mundo incógnito. Silvio y Silvia penetran por entre embriones y ruinas. Grupos de ideas, deduciéndose a la manera de silogismos, se pierden en el tumulto de reminiscencias de la infancia y del seminario. Otras ideas, embarazadas de ideas, se arrastran pesadamente, amparadas por otras ideas vírgenes. Cosas y hombres se amalgaman; Platón trae las lentes de un escribiente de la cámara eclesiástica; mandarines de todas las clases distribuyen monedas etruscas y chilenas, libros ingleses y rosas pálidas; tan pálidas, que no parecen las mismas que la madre del canónigo plantó cuando él era niño.
Memorias pías y familiares se cruzan y se confunden. Aquí están las voces remotas de la primera misa; aquí están las canciones del campo que él oía cantar a las negras, en casa; estropajos de sensaciones desvaídas, aquí un miedo, allí un gusto, allá un hastío de cosas que vinieron cada una a su turno, y que ahora yacen en la gran unidad impalpable y oscura.

—Ven del Líbano, esposa mía...
—Yo os conjuro, hijas de Jerusalén...

Se oyen cada vez más cerca. He aquí llegan ellos a las profundas capas de teología, de filosofía, de liturgia, de geografía e de historia, lecciones antiguas, nociones modernas, todo mezclado, dogma y sintaxis. Por aquí pasó la mano panteísta de Espinoza, a escondidas; allí se quedó la uñada del Doctor Angélico; pero nada de eso es Silvio ni Silvia. Y ellos van rasgando, llevados por una fuerza íntima, afinidad secreta, a través de todos los obstáculos y por encima de todos los abismos. También han de venir los disgustos. Pesares sombríos, que no se quedarán en el corazón del canónigo, aquí están, à la manera de manchas morales, y al pie de ellos el reflejo amarillo o morado, o lo que quiera que sea del dolor ajeno y universal. Todo eso ellos van cortando, con la rapidez del amor y del deseo.
¿Se tambalea, lector? No es el mundo el que se desmorona; es el canónigo que se sentó ahora mismo. Se entretuvo a su gusto, volvió a la mesa de trabajo, y relee lo que escribió, para continuar; toma la pluma, la moja, la baja hacia el papel, a ver que adjetivo ha de anexar al substantivo.
Justamente ahora los dos codiciosos están más cerca uno del otro. Las voces crecen, el entusiasmo crece, todo el Cantar pasa por los labios de ellos, tocados de fiebre. Frases alegres, anécdotas de sacristía, caricaturas, facecias, disparates, aspectos aturdidos, nada los detiene, menos aún los hace sonreír. Id, id, el espacio se estrecha. Quedaos ahí, perfiles medio borrados de tontos que hicieron reír al canónigo, y que él olvidó completamente; quedaos, arrugas extintas, viejas charadas, reglas de voltereta, y  también vosotros, células de ideas nuevas, esbozos de concepciones, polvo que tiene que ser pirámide, quedaos, chocaos, esperaos, desesperaos, que ellos no tienen nada con vosotros. Se aman y se buscan.
Se buscan y se encuentran. En fin, Silvio encontró a Silvia. Se vieron, se cayeron uno en los brazos del otro, jadeantes de cansancio, pero redimidos con el pago. Se unen, se entrelazan los brazos, y regresan palpitando de la inconsciencia para la conciencia. "¿Quién es esta que sube del desierto, apoyada a su amado?", pregunta Silvio, como en el Cantar; y ella, con la misma labia erudita, le responde que "es el sello de su corazón", y que "el amor es tan valiente como la propia muerte".
En ese momento, el canónigo se estremece. El rostro se le ilumina. La pluma llena de conmoción y respeto completa el sustantivo con el adjetivo. Silvia caminará ahora al pie de Silvio, en el sermón que el canónigo va a predicar un día de estos, e irán juntitos a la prensa, se él colige sus escritos, lo que no se sabe.

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