La Cartomántica
Traducción: Diana Margarita
Hamlet le
advierte a Horacio que hay más cosas en el cielo y la tierra de las que sueña
nuestra filosofía. Era la misma explicación que le daba la hermosa Rita al joven
Camilo, un viernes de noviembre de 1869, cuando este se reía de ella, por haber
ido en la víspera a consultar a una cartomántica; la diferencia es que lo hacía
por otras palabras.
—Ríete, ríete. Los
hombres son así; no creen en nada. Pues que sepas que fui, y que ella adivinó el
motivo de la consulta, incluso antes de que yo le dijera cuál era. Apenas
comenzó a echar las cartas, me dijo: «A usted le gusta una persona...» Le confesé que sí, y entonces siguió echando las cartas, las combinó, y al
final me declaró que yo tenía miedo de que tú me olvidaras, pero que no era
verdad...
—¡Se equivocó! —interrumpió Camilo, riéndose.
—No digas eso,
Camilo. Si supieras como he andado, por tu causa. Tú lo sabes; ya te lo he dicho.
No te rías de mí, no te rías...
Camilo la tomó
entre las manos, y la miró serio y fijamente. Le juró que la quería mucho, que
sus temores parecían de niña; en todo caso, cuando tuviera algún recelo, la mejor
cartomántica era él mismo. Después, la reprendió; le dijo que era imprudente
andar por esas casas. Vilela podría saberlo, y después...
—¡Qué va a saber! tuve mucho cuidado, al
entrar en la casa.
—¿Dónde es la casa?
—Aquí cerca, en
la calle de la Guarda Velha; no pasaba nadie en esa ocasión. No te preocupes;
no soy loca.
Camilo se rió
otra vez:
—¿De verdad crees en esas cosas? —le preguntó.
Fue entonces que
ella, sin saber que traducía Hamlet al vulgar, le dijo que había mucha cosa
misteriosa y verdadera en este mundo. Si él no creía en ello, paciencia; pero
lo cierto es que la cartomántica lo adivinó todo. ¿Qué más? La prueba es que ella ahora estaba tranquila
y satisfecha.
Se dio cuenta de
que él iba a hablar, pero se contuvo. No quería arrancarle las ilusiones. También
él, de niño, y aun después, había sido supersticioso, había tenido un arsenal entero
de supersticiones, que la madre le metió y que a los veinte años desaparecieron.
El día en que dejó caer toda esa vegetación parasitaria, y sobró tan solo el
tronco de la religión, él, como si hubiera recibido de la madre ambos enseñamientos,
los envolvió en la misma duda, y luego en una única negación total. Camilo no
creía en nada. ¿Por qué?
No podría decirlo, no tenía ni un solo argumento: se limitaba a negarlo todo. Y
digo mal, porque negar es aun afirmar, y él no formulaba la incredulidad; frente al msterio, se contentó con encogerse de hombros, y se fue andando.
Se separaron
contentos, él más aún que ella. Rita estaba segura de ser amada; Camilo, no solo
lo estaba, pero la veía estremecer y arriesgarse por él, correr a las cartománticas,
y, por más que la reprendiera, no podía dejar de sentirse lisonjeado. La casa de la cita era en la antigua calle de los Barbonos, donde vivía una
comprovinciana de Rita. Esta bajó por la calle de las Mangueiras, en dirección
a Botafogo, donde vivía; Camilo bajó por la de la Guarda Velha, lanzando un vistazo a la casa de la cartomántica.
Vilela, Camilo y
Rita, tres nombres, una aventura y ninguna explicación de los orígenes. Vamos a
ella. Los dos primeros eran amigos de infancia. Vilela siguió la carrera de
magistrado. Camilo ingresó al funcionariado, contra la voluntad del padre, que
quería verlo médico; pero el padre murió, y Camilo prefirió no ser nada, hasta
que la madre le consiguió un empleo público. A principios de 1869, Vilela regresó de la provincia, donde se casó con una dama hermosa y tonta; abandonó la
magistratura y abrió un bufete.
Camilo le
consiguió casa hacia el lado de Botafogo, y fue a bordo a recibirlo.
—¿Es usted? —exclamó Rita, extendiéndole la
mano. No se imagina cuán amigo suyo es mi marido, siempre me hablaba de usted.
Camilo y Vilela se
miraron con ternura. Eran amigos de veras.
Después, Camilo confesó
a sí mismo que la mujer de Vilela no desmentía las cartas del marido.
Realmente, era encantadora y vivaz en los gestos, ojos cálidos, boca fina e
interrogativa. Era un poco mayor que ambos: tenía treinta años, Vilela, veintinueve, y Camilo, veintiséis.
Sin embargo, el
porte grave de Vilela le hacía parecer mayor que su mujer, mientras que Camilo
era un ingenuo en la vida moral y práctica. Le faltaba tanto la acción del tiempo,
como las gafas de cristal, que la naturaleza pone en la cuna de algunos para adelantar
los años. Ni experiencia, ni intuición.
Se unieron los tres.
La convivencia trajo intimidad. Poco después murió la madre de Camilo, y en ese
desastre, que de veras lo fue, la pareja se mostró muy amiga de él.
Vilela se encargó del entierro, de los sufragios y del inventario; Rita trató
especialmente del corazón, y nadie lo haría mejor.
Cómo desde ahí llegaron
al amor, no lo supo él nunca. La verdad es que le gustaba pasar las horas al
lado de ella, era su enfermera moral, casi una hermana, pero sobre todo era
mujer y bonita. Olor a femmina: he
aquí lo que él aspiraba en ella, y alrededor de ella, para incorporarlo a sí mismo.
Leían los mismos libros, iban juntos a teatros y a paseos. Camilo le enseñó las
damas y el ajedrez y jugaban por las noches; —ella mal—, él, para serle agradable,
poco menos mal. Hasta ahí las cosas. Ahora la acción de la persona, los ojos obstinados
de Rita, que buscaban muchas veces los de él, que los consultaban antes de hacerlo
al marido, las manos frías, las actitudes insólitas.
Un día, cuando él cumplía años, recibió de Vilela un lujoso bastón de regalo y de Rita tan solo una
tarjeta con una vulgar felicitación a lápiz, y fue entonces que él pudo leer en
el propio corazón, no conseguía arrancar los ojos del papelillo. Palabras
vulgares; pero hay vulgaridades sublimes, o, al menos, deleitosas. El viejo carruaje
de plaza, en que por primera vez paseaste con la mujer amada, encerraditos ambos,
vale el carro de Apolo.
Así es el hombre,
así son las cosas que lo rodean.
Camilo quiso
sinceramente huir, pero ya no pudo. Rita, como una serpiente, se acercó a él, lo
envolvió completamente, le hizo crujir los huesos en un espasmo, y le goteó el veneno
en la boca. Él se quedó aturdido y subyugado. Vejación, temores, remordimientos,
deseos, todo sintió de mezcla, pero la batalla fue corta y la victoria
delirante. ¡Adiós, escrúpulos! No
tardó en que el zapato se ajustara al pie, y ahí se marcharon ambos, hacia lejos, de brazos dados, pisando holgadamente por encima de hierbas y casquijos,
sin padecer nada más que algunas añoranzas, cuando estaban ausentes uno del
otro. La confianza y estima de Vilela seguían siendo las mismas.
Un día, sin embargo,
recibió Camilo una carta anónima, que le llamaba inmoral y pérfido, y decía que
la aventura ya la conocían todos. Camilo tuvo miedo, y, para desviar las sospechas,
comenzó a rarear las visitas a la casa de Vilela. Este le notó las ausencias.
Camilo le respondió que el motivo era una pasión frívola de joven. La candidez
generó astucia. Las ausencias se prolongaban, y las visitas cesaron completamente.
Puede ser que entrara también en eso un poco de amor propio, una intención de
disminuir los obsequios del marido, para tornar menos dura la alevosía del acto.
Fue por ese tiempo
que Rita, desconfiada y temerosa, corrió a la cartomántica para consultarla
sobre la verdadera causa del procedimiento de Camilo.
Vimos que la
cartomántica le restituyó la confianza, y que el joven la reprendió por haber
hecho lo que hizo. Se pasaron aún algunas semanas. Camilo recibió otras dos o tres
cartas anónimas, tan apasionadas, que no podían ser advertencia de la
virtud, pero despecho de algún pretendiente; tal fue la opinión de Rita, que,
por otras palabras mal compuestas, formuló este pensamiento:
—la virtud es perezosa
y avara, no gasta tiempo ni papel; solo el interés es activo y pródigo.
No por ello Camilo
se quedó más sosegado; temía que el anónimo se encontrara con Vilela, y la
catástrofe llegaría entonces sin remedio. Rita convino que era posible.
—Bien —dijo ella—,
yo llevo los sobres para comparar la letra con la de las cartas que allí
aparecieron; si alguna es igual, la guardo y la rasgo...
Ninguna apareció;
pero dentro de algún tiempo Vilela comenzó a mostrarse sombrío, hablando poco,
como que desconfiado. Rita se dio prisa en decírselo al otro, y sobre eso
deliberaron. La opinión de ella era que Camilo debería volver a la casa de ellos,
sondear al marido, y puede ser que hasta le escuchara la confidencia de algún asunto
particular. Camilo divergía; aparecer después de tantos meses era confirmar la
sospecha o denuncia. Más valía acautelarse, sacrificándose durante algunas
semanas. Combinaron los medios de corresponderse, en caso de necesidad, y se separaron
entre lágrimas.
Al día siguiente, en la repartición, recibió Camilo esta nota de
Vilela: «Vente,
ahora mismo, a nuestra casa; tengo que hablar contigo sin demora». Pasaba
del mediodía. Camilo salió en seguida; en la calle, se dio cuenta de que
hubiera sido más natural llamarlo al despacho; ¿por qué en casa? Todo indicaba asunto especial, y
la letra, fuera realidad o ilusión, se le figuró temblorosa. Él combinó todas esas
cosas con la noticia de la víspera.
— Vente, ahora
mismo, a nuestra casa; tengo que hablar contigo sin demora—, repetía él con los
ojos en el papel.
Imaginariamente,
vio la punta de la oreja de un drama, Rita subyugada y lacrimosa, Vilela
indignado, tomando la pluma y escribiendo la nota, seguro de que él acudiría, y
esperándolo para matarlo. Camilo se estremeció, tenía miedo: después sonrió
torcido, y en todo caso le repugnaba la idea de retroceder, y se fue andando. En el camino, se acordó de ir a casa; podría encontrar algún recado de Rita, que le
explicara todo. No encontró nada, ni a nadie. Volvió a la calle, y la idea de
que les hubieran descubierto le parecía cada vez más verosímil; era natural una
denuncia anónima, hasta de la propia persona que lo había amenazado antes; podría
ser que Vilela lo supiera ahora todo. La misma suspensión de sus visitas, sin
motivo aparente, tan solo con un pretexto fútil, confirmaría lo demás.
Camilo iba
andando inquieto y nervioso. No releía la nota, pero las palabras estaban memorizadas,
delante de los ojos, fijas, o entonces —lo que era aún peor—, le eran
murmuradas al oído, con la propia voz de Vilela.
«Vente,
ahora mismo, a nuestra casa; tengo que hablar contigo sin demora». Dichas
así, por la voz del otro, tenían un tono de misterio y amenaza. ¿Vente, ahora, para qué?
Era cerca de la
una hora da tarde. La conmoción crecía de minuto a minuto.
Tanto imaginó lo
que debería pasar, que llegó a creerlo y verlo.
Positivamente, tenía
miedo. Comenzó a pensar en ir armado, considerando que, si no hubiera nada,
nada perdería, y la precaución era útil. Poco después rechazaba la idea, avergonzado
de sí mismo, y seguía, apresurando el paso, hacia el Largo da Carioca,
para entrar en un tílburi. Llegó, entró y mandó seguir a trote largo.
«Cuanto
antes, mejor, pensó él; no puedo estar así...».
Pero el mismo
trote del caballo le agravó la conmoción. El tiempo volaba, y no tardaría a enfrentarse
con el peligro. Casi al final de la calle de la Guarda Velha, el tílburi tuvo
que parar, la calle estaba atrabancada con un carruaje, que se había caído.
Camilo, en sí mismo, estimó el obstáculo, y esperó. Al final de cinco minutos, se
dio cuenta de que al lado, a la izquierda, al pie del tílburi, se encontraba la
casa de la cartomántica, a quien Rita había consultado una vez, y nunca deseó
tanto creer en la lección de las cartas. Echó un vistazo, encontró las ventanas cerradas, cuando
todas las demás estaban abiertas y llenas de curiosos del incidente en la
calle.
Se diría la
morada del indiferente Destino.
Camilo se reclinó
en el tílburi, para no ver nada. Su agitación era grande, extraordinaria,
y del fondo de los estratos morales emergían algunos fantasmas de otro tiempo, las
viejas creencias, las supersticiones antiguas. El cochero le propuso que
volvieran a la primera travesía, y fueran por otro camino: él respondió que
no, que esperara. Y se inclinaba para observar la casa... Después hizo un gesto
incrédulo: era la idea de oír a la cartomántica, que le pasaba a lo lejos, muy
lejos, con vastas alas grises; desapareció, reapareció, y volvió a disiparse en
el cerebro; pero en poco tiempo movió otra vez las alas, más cerca, haciendo unos
giros concéntricos... En la calle, gritaban los hombres, zafando el carro:
—¡Anda! ¡Ahora! ¡Empuja! ¡ale, ale!
En poco tiempo estaría
eliminado el obstáculo. Camilo cerraba los ojos, pensaba en otras cosas: pero la
voz del marido le susurraba en las orejas las palabras de la carta: «Vente,
ahora,...» Y se figuraba las contorciones del drama y temblaba.
La casa le miraba.
Las piernas querían bajar y entrar. Camilo se encontró delante de un largo velo
opaco... pensó rápidamente en lo inexplicable de tantas cosas. La voz de la
madre le repetía una porción de casos extraordinarios: y la misma frase del
príncipe de Dinamarca le retumbaba dentro: «Hay más cosas en el cielo y la
tierra de lo que sueña la filosofía...» ¿Qué perdería, si...?
Se encontró en la
acera, al pie de la puerta: le dijo al cochero que esperara, y rápido se metió
por el pasillo, y subió la escalera. La luz era escasa, los escalones
desgastados por pies, el pasamano pegajoso; pero no vio ni sintió nada.
Subió y llamó a
la puerta. Como no apareció nadie, tuvo la idea de bajar; pero era tarde, la
curiosidad le fustigaba la sangre, las sienes le latían; volvió a llamar con
uno, dos, tres golpes. Vino una mujer; era la cartomántica.
Camilo le dijo
que iba a consultarla, ella le hizo entrar. Desde allí subieron al desván, por
una escalera aún peor que la primera y más oscura. Arriba, había una salita,
mal iluminada por una ventana, que daba al tejado del fondo.
Viejos trastes,
paredes sombrías, un aire de pobreza, que antes aumentaba que destruía el prestigio.
La cartomántica le
hizo sentarse delante de la mesa, y se sentó del lado opuesto, con la espalda
hacia la ventana, de manera que la poca luz de afuera golpeaba en lleno el
rostro de Camilo. Abrió un cajón y sacó una baraja de cartas largas y manchadas.
Mientras las barajaba, rápidamente, lo miraba, no a la cara, sino de reojo. Era
una mujer de cuarenta años, italiana, morena y delgada, con grandes ojos disimulados
y agudos. Dio la vuelta a tres cartas sobre la mesa, y le dijo:
—Veamos primero
qué es lo que le trae aquí. Usted tiene un gran temor...
Camilo, maravillado,
hizo un gesto afirmativo.
—Y quiere saber, prosiguió
ella, si le ocurrirá algo o no...
—A mí y a ella —explicó
vivamente.
La cartomántica
no sonrió: le dijo solo que esperara. Rápido tomó otra vez las cartas y las
barajó, con los largos dedos finos, de uñas descuidadas; las barajó bien,
transpuso los mazos, una, dos, tres veces; después comenzó a extenderlas.
Camilo mantenía los ojos en ella curioso y ansioso.
—Las cartas me dicen...
Camilo se inclinó
para beber una a una las palabras. Entonces ella le declaró que no tuviera miedo
de nada. Nada les sucedería ni a uno ni al otro; él, el tercero, lo ignoraba todo.
Sin embargo, era indispensable mucha precaución: bullían envidias y despechos. Le
habló del amor que los unía, de la belleza de Rita. . . Camilo estaba
deslumbrado. La cartomántica acabó, recogió las cartas y las guardó en el cajón.
—Usted me restituyó
la paz al espíritu, dijo él extendiendo la mano por arriba de la mesa y
estrechando la de la cartomántica.
Esta se levantó,
riéndose.
—Váyase, dijo
ella; váyase, ragazzo innamorato...
Y de pie, con el
dedo indicador, le tocó en la frente. Camilo se estremeció, como si fuera la
mano de la propia sibila, y se incorporó también. La cartomántica fue hasta la
cómoda, sobre la cual reposaba un plato con pasas, quitó un racimo,
comenzó a desgranarlas y a comerlas, mostrando dos filas de dientes que desmentían
las uñas. En esa misma acción común, la mujer tenía un aire particular.
Camilo, ansioso por salir, no sabía cómo pagar; ignoraba el precio.
Camilo, ansioso por salir, no sabía cómo pagar; ignoraba el precio.
—Las pasas cuestan
dinero, dijo al final, sacando la billetera. ¿Cuántas quiere mandar buscar?
—Pregúntele a su
corazón —respondió ella.
Camilo sacó un
billete de diez mil reis, y se lo dio. Los ojos de la cartomántica centellearon.
El precio usual era dos mil reis.
—Veo bien que
usted la quiere mucho... Y hace bien; ella también lo quiere mucho a usted. Váyase,
váyase, tranquilo. Mire la escalera, es escura; póngase el sombrero...
La cartomántica ya
había guardado el billete en la faltriquera, y bajaba con él, hablando, con un
leve acento. Camilo se despidió de ella abajo, y bajó la escalera que conducía a la calle, mientras la cartomántica, alegre con el pago, regresaba arriba, canturreando una barcarola. Camilo encontró el tílburi esperándole; la calle
estaba libre. Entró y siguió a trote largo.
Todo le parecía ahora
mejor, las otras cosas traían otro aspecto, el cielo estaba límpido y las caras
joviales. Llegó a reírse de sus temores, a los que llamó pueriles; recordó los términos
de la carta de Vilela y reconoció que eran íntimos y familiares. ¿Dónde le había descubierto la amenaza? Notó
también que eran urgentes, y que hizo mal en tardar tanto; podría ser algún asunto
grave y gravísimo.
—Vamos, vamos
deprisa, le repetía al cochero.
Y consigo mismo,
para explicar la demora al amigo, engendró cualquier cosa; parece que formó
también el plan de aprovechar el incidente para volver a la antigua
asiduidad... De vuelta con los planes, le retumbaban en el alma las palabras de
la cartomántica. En verdad, ella adivinó el objeto de la consulta, el estado de
él, la existencia de un tercero; ¿por qué no debería adivinar lo demás? El presente que se ignora vale el
futuro. Era de ese modo, lentas y continuas, que las viejas creencias del joven se
volvían hacia lo de arriba, y el misterio lo entusiasmaba con las uñas de
hierro. A veces quería reírse, y se reía de sí mismo, algo avergonzado; pero la
mujer, las cartas, las palabras secas y afirmativas, la exhortación: —Váyase, váyase,
ragazzo innamorato; y al final, a lo lejos, la barcarola de la despedida, lenta
y encantadora, tales eran los elementos recientes, que formaban, con los antiguos,
una fe nueva y vivaz.
La verdad es que
el corazón iba alegre e impaciente, pensando en las horas felices de antaño y
en las que deberían venir. Al pasar por la Gloria, Camilo miró hacia el mar, extendió
los ojos hacia fuera, hasta donde el agua y el cielo se dan un abrazo infinito,
y tuvo así una sensación del futuro, largo, largo, interminable.
En poco tiempo
llegó a la casa de Vilela. Se apeó, empujó la puerta de hierro del jardín y entró.
La casa estaba silenciosa. Subió los seis escalones de piedra, y apenas tuvo
tiempo de llamar, la puerta se abrió, y se asomó Vilela.
—Perdona, no pude
venir más temprano; ¿qué
pasa?
Vilela no le
respondió; tenía la apariencia descompuesta; le hizo una señal, y se fueron a
una salita interior. Al entrar, Camilo no pudo sofocar un grito de terror: —al
fondo sobre el canapé, estaba Rita muerta y ensangrentada.
Vilela lo agarró
por el cuello, y, con dos tiros de revólver, estiró al muerto en el suelo.
Gracias por traducirlo, Diana.
ResponderExcluir¡Gracias a ti, Julio, por leer la traducción!
ExcluirGracias Fue de mucha utilidad :)
ResponderExcluir¡Me alegro!
ExcluirDiana, que tradução incrível!! Acompanho suas postagens e sempre uso exemplos em minha aula citando suas postagens. Um grande abraço
ResponderExcluirObrigada e desculpe pela demora em responder, não vi que havia comentários aguardando aprovação para serem publicados.
ExcluirUm abraço.
Belíssima tradução! Parabéns! Muito grata por compartilhar conosco!
ResponderExcluirMuito obrigada, você não imagina como fico feliz com suas palavras!
ResponderExcluirUm abraço!