(Este cuento lo escribí en una asignatura de escritura en lengua española)
Ya era noche en Punta del Diablo, tan sólo la luna llena revelaba los contornos del paisaje y el sonido lejano de un viejo tocadiscos se mezclaba al ruido de las olas que golpeaban las rocas. Se oía la voz llorona y anclada en las entrañas, desgarrada… el sonido perezoso de las cuerdas de la guitarra, el llanto de Chavela Vargas…
Sus ojos se cerraron
Y el mundo sigue andando,
Su boca que era mía
Ya no me besa más.
Se apagaron los ecos
De su reír sonoro
Y es cruel este silencio
Que me hace tanto mal...
Una lágrima dejaba un rastro salado en el rostro de Lestanifa. Su verdadero nombre era Leticia, demasiado común para una personalidad excéntrica. Desde pequeña se sentía rara, no se identificaba con los de la escuela, las niñas no querían jugar con ella y los niños no le hacían caso. Se fue aislando cada vez más, encerrándose en sus pensamientos. A los trece años se metió en el baño y tras una hora y media salió con el pelo corto y verde. Se pasaba horas trancada en la biblioteca, le fascinaba la literatura fantástica, principalmente Poe, a veces se sentía como el personaje de El pozo y el péndulo esperando a que la muerte llegara. Estudiaba lenguas, hablaba un poco de árabe, comprendía algo de chino y un poco de latín. Practicaba con su perrito Salchicha, el único que tenía paciencia para aguantar sus excentricidades. Con la familia se comunicaba por medio de monosílabos.
Una tarde, en la pequeña biblioteca del pueblo, encontró un libro lleno de polvo, en cuya capa estaba dibujada la cabeza de un viejo con cuernos de cabra, el título era Un diablo en Uruguay. Contaba la historia de un terrateniente dueño de una finca en la que hombres y mujeres trabajan en régimen de esclavitud, a cambio de comida. El terrateniente se llamaba Don Felixberto y era un hombre amargo y solitario. La peste se había llevado a su esposa e hijos. Desde entonces se había vuelto un hombre cruel y sádico. Se acostaba con las labradoras y, cuando las dejaba embarazadas, les obligaba a abortar tomando tés de hierbas malditas. Hasta que un día el viejo se emborrachó y olvidó una vela encendida. El cortijo ardió por dos días y sólo quedaron cenizas y sombras. La gente dice que en noches de luna llena se oye el llanto del viejo errante que viene a buscar almas inocentes.
Lestanifa recordaba esa historia justo ahora cuando se encontraba en la finca de su abuela en esa misma villa. La familia le pidió que hiciera compañía a la anciana que recientemente se había quedado viuda. «Así se libran de la oveja negra de la familia» pensaba Lestanifa. La música de Chavela le emocionaba porque expresaba el dolor de la cantante lesbiana que nació en el cuerpo equivocado y Leticia, o mejor, Lestanifa también se sentía así: prisionera de un cuerpo que no le pertenecía.
Tomó el último trago de coñac que quedaba en la botella y se fue tropezando a casa. Al llegar a la habitación se acostó en la cama y sintió un pequeño bulto debajo de la almohada…«Una bolsita de sal gruesa... Pobre abuela, tan ingenua, se cree todo lo que le cuentan». La gente del pueblo usaba el amuleto para ahuyentar al viejo diablo.
Lestanifa cerró los ojos mientras idealizaba una vida diferente; estaba dispuesta a ser feliz, haría cualquier cosa para volver a ser la niña alegre que se quedó hacia atrás, esbozó una sonrisa triste y al poco rato comenzó a soñar…
La voz de un hombre viejo, ronca y babosa cantaba la canción de Chavela en su oído. Tenía el pelo rubio y grasiento con un remolino, de los orificios de sus grandes orejas y de la nariz le brotaban mechones de pelos grises. Llevaba bigote, tenía los ojos azules almendrados y músculos de peleador…«¿Me llamaste chiquilla? Vine a buscar tu alma, este no es tu lugar, este cuerpo no es tuyo, tú lo sabes…» De pronto sus ojos se quedaron negros y relucientes como escarabajos y la piel se le llenó de escamas… las uñas se le volvieron metálicas y un olor repugnante a azufre impregnó el aire…
Con mucha dificultad, Lestanifa abrió los ojos y la claridad de la habitación blanca se los hizo cerrar nuevamente. Los párpados le pesaban, intentó moverse pero parecía que estaba atada; y realmente lo estaba. «¿Qué es esto? ¿Dónde estoy? Parece un hospital, y esto parece una camisa de fuerza. Qué dolor de cabeza…» Intentó gritar, pero apenas le salía la voz…«Sáquenme de acá…suéltenme…"
La abuela entró en la habitación y le dijo: - Leticia, mi amor, no te preocupes estoy a tu lado. ¿Qué te pasó mi niña? Te tomaste media botella de coñac y unas pastillas. Oí tus gritos lejanos, salí a buscarte y te encontré cerca de la playa, en el cementerio clandestino…
Las palabras de la abuela le trajeron imágenes desordenadas como un flashback… la luna reflejaba en las tumbas desordenadas ilegales de los cadáveres que jamás existieron. Muchos perros ladraban alrededor de las lápidas violadas y la lámpara del farol se encendía y se apagaba al compás del viento.
La abuela lloraba. - ¿Qué te hiciste mi vida? Tenías un pedazo de vidrio en la mano y estabas toda cortada, sucia de sangre. Quise acercarme pero me empujaste, rugías como un monstro, llamé al hospital y tuvieron que atajarte entre cuatro enfermeros, te aplicaron un tranquilizante y te pusieron esa camisa de fuerza para que no te hicieras más daño… llevas durmiendo doce horas seguidas…
- Ay abuela, me duele todo, estoy mareada, creo que voy a vomitar… Tengo que ir al baño, ayudame a sacarme esta camisa, por favor…
La abuela le desató la camisa y le ayudó a levantarse. Lestanifa se apoyó a la pared y llegó hasta el baño, abrió la puerta y se miró al espejo…
Un grito inhumano resonó por el hospital… el ruido de un cristal roto, la abuela pedía ayuda, una alarma disparó y los enfermeros corrían hacia la habitación. Lestanifa babeaba, rugía, lo rompía todo, arrojó una silla contra un médico que intentaba acercársele y salió corriendo por el pasillo, subió las escaleras hasta el tercer piso, se quitó la ropa y antes de que pudieran alcanzarla se tiró por la ventana y su cuerpo se quedó inmóvil en el suelo. Un hilo de sangre corría por entre las grietas del piso mientras se oía el sonido lejano de un viejo tocadiscos «Sus ojos se cerraron y el mundo sigue andando...»
En el mismo instante en que Lestanifa se miró al espejo y no vio su imagen reflejada, comprendió que ya no tenía alma.
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